
(...)
Bueno, el primer día cuando me
senté a comer, yo me senté en la mesa arremangado hasta aquí, con todos los
tatuajes al aire y mi madre me dice: «¡Pues no es marrano el tío ese! ¡Pero
mira cómo vas! Anda, ve y lávate esos brazos...». Bueno, me voy, me lavo los
brazos, me los enjabono, pun, pun, agua, y vuelvo otra vez. Y me voy a sentar y
me dice: «Pero, ¿no te he dicho que te laves los brazos?». Y digo: «Pero si ya
me los he lavado, mamá». Dice: «¿Y todas esas cosas? ¡Quítate todos esos
muñecajos!». Digo: «No salen, mamá». «¿Cómo que no salen?». Digo: «¡Que no!».
Dice: «¿Que no salen? ¡Ven p’acá!». Y me lleva a la pica de la cocina, y me
coloca un estropajo de aluminio y el jabón ese de lavar las grasas, y empieza a
darle al brazo... Al cabo de un momento le digo: «Mamá, que me haces daño...».
Dice: «Que eso lo saco yo...». Digo: «¡Que me haces daño!». Hasta que me
mosqueé, solté la mano y dije: «¿Qué passa, no?». Me lavé con agua el jabón y
dije: «Mira, mamá, que esto no sale. Para sacarlo, tienes que sacar la piel».
Dice: «Pues en mi mesa no te sientas tú así; ¡ponte una camisa de manga
larga!». Pues vale. Yo eso fue una onda muy... chunga, porque yo venía de la
Legión ya bastante quemao, ¿comprendes? Y ya había estao en la cárcel, en la
Legión, había estao preso mucho tiempo y, ya venía más quemao... yo lo que
quería era paz y tranquilidad.