«A tumba abierta. Autobiografía de un grifota» - Oriol Romaní

Y entonces, ¿qué hacen?: se traen dos camas a mi bujío, una litera, sí. Se traen las dos camas y dicen: «Mira, nosotros vamos a dormir aquí, que tal que cual...». Y digo: «Vale». Meten ahí las camas, se acomodan, arreglan un poco aquello y, allí, en el bujío aquel, se me meten seis kilos de kiffi. Empezamos a fumar, y me dicen que si quiero vender petardos a la gente. Digo: «Pues vale». A cinco duros el petardo. Claro, en el desierto era más caro, era más difícil de encontrarlo en el desierto que en África. De cada petardo, me ganaba un duro yo. Pero, en esa época, viene el teniente Perico y me trae un borreguillo blanco, así, pequeñajo; me lo trae de Canarias, y me lo pone allí, en el bujío, para que yo le dé de comer y tal; lo quería para mascota de la bandera, pero como era muy pequeño... Vale. Lo mete allí, en el bujío también, en el foso ese. Bueno, pues estaba el borrego y las pacas de alfalfa; unas pacas de alfalfa seca para que el borrego comiera. Pero se me meten esos allí con el kiffi. Y todos los días liábamos petardos, allí los tres a liar petardos, ¿no? Petardos de dos papeles pero mu finitos, así de pequeños. Y me daban a lo mejor trescientos petardos, para que los vendiera. Pero yo cogía y me liaba, a lo mejor, doscientos petardos de la alfalfa del borrego... y al borrego le daba los palos de la alfalfa, ja, ja. ¡Al borrego lo tenía más mosqueao! Comía papeles, se comía colillas... la alfalfa el pobre no la veía... Bueno, el día que me pillaba de buenas, sí, le daba un puñao; le daba hasta mareos, al borrego aquel. Resulta entonces que yo llevaba a lo mejor doscientos petardos de alfalfa en un bolsillo y doscientos de kiffi en otro. Y como yo tenía movimientos —estaba preso, pero era pa dormir, nomás—. Yo tenía movimientos y podía ir pa un lao y por otro, en la zona de trabajo. Pues me fui a la cantina, al mesón, y empezó a correr la voz que tenía petardos. Claro, como a todos les gusta y allí escasea mucho, venga, todo el mundo a comprarme. Venía un tío, a lo mejor con una borrachera como un piano: «Oye, ¿tienes costo?». «Sí, ¿cuántos quieres?». «Bué, dame ocho». Doscientas pesetas, ocho petardos, ¿vale? Y yo si lo veía muy a gusto, le daba ocho petardos de alfalfa. A lo mejor el tío al día siguiente se le pasaba la borrachera y venía y me decía: «Oye, a mí... ¿Tú qué me has vendido a mí ayer? Vaya kiffi más chungo». «¿Cómo que chungo?». «¡Sí, eso no vale pa ná, hombre! Estuvimos fumando y eso no colaba ni ná». «¿Que no valía?» Entonces sacaba un petardo bueno y le decía: «¡Toma, enciende esto!». El tío lo encendía, fumaba...: «Ves, ¡esto sí que es bueno!». «Pues es el mismo que te fumaste ayer. Así que págame los cinco pavos de este». Así me vendí los seis kilos de kiffi en petardos y las pacas de alfalfa del borrego. Que me viene el teniente y me dice: «Oye, ¿qué le pasa al borrego ese que no crece? Cada día está más canijo...». «¡Joder!», le digo, «si s’ha comío la alfalfa entera...». Pero no, «ese borrego necesita mejor trato». «¿Mejor trato? Pero si lo tengo aquí todo el día. Es más, no lo tengo ni amarrao...». ¡No lo iba a tener amarrao: si lo dejo suelto me deja sin alfalfa! Se me come hasta la camisa. Hasta que me quitaron al borrego, se lo dieron al cabo de gastadores para que lo cuidara él, ¿no?

(...)

Bueno, el primer día cuando me senté a comer, yo me senté en la mesa arremangado hasta aquí, con todos los tatuajes al aire y mi madre me dice: «¡Pues no es marrano el tío ese! ¡Pero mira cómo vas! Anda, ve y lávate esos brazos...». Bueno, me voy, me lavo los brazos, me los enjabono, pun, pun, agua, y vuelvo otra vez. Y me voy a sentar y me dice: «Pero, ¿no te he dicho que te laves los brazos?». Y digo: «Pero si ya me los he lavado, mamá». Dice: «¿Y todas esas cosas? ¡Quítate todos esos muñecajos!». Digo: «No salen, mamá». «¿Cómo que no salen?». Digo: «¡Que no!». Dice: «¿Que no salen? ¡Ven p’acá!». Y me lleva a la pica de la cocina, y me coloca un estropajo de aluminio y el jabón ese de lavar las grasas, y empieza a darle al brazo... Al cabo de un momento le digo: «Mamá, que me haces daño...». Dice: «Que eso lo saco yo...». Digo: «¡Que me haces daño!». Hasta que me mosqueé, solté la mano y dije: «¿Qué passa, no?». Me lavé con agua el jabón y dije: «Mira, mamá, que esto no sale. Para sacarlo, tienes que sacar la piel». Dice: «Pues en mi mesa no te sientas tú así; ¡ponte una camisa de manga larga!». Pues vale. Yo eso fue una onda muy... chunga, porque yo venía de la Legión ya bastante quemao, ¿comprendes? Y ya había estao en la cárcel, en la Legión, había estao preso mucho tiempo y, ya venía más quemao... yo lo que quería era paz y tranquilidad.