«Evolución, revolución y anarquía», de Élisée Reclus, en La República Cultural

Memoria y porvenir de una idea 
José Ramón Martín Largo La República Cultural.es

Referirse al compendio de saberes y prácticas que se llamaba “la Idea”, casi en cualquier lugar del mundo, bastó en cierto tiempo para ingresar en un círculo fraterno que, como algún otro de nuestra época, no quería ser cerrado, sino al contrario: pretendía expandirse en un mundo que ya entonces era global y para el que ella aspiraba a ser una globalidad alternativa. Como las alternativas que intentan crearse hoy, también aquélla miraba hacia un futuro que debía ser imaginado mientras se construía colectivamente. Ocurrió que, visto que los nombres de las cosas y hasta de los proyectos separaban a la gente, los miembros de aquellos círculos encontraron en el concepto experimental de la Idea el punto común para anarquistas, libertarios, comunistas, comunistas-libertarios, sindicalistas, anarco-sindicalistas, ácratas y otros, unidos todos en los tiempos de la Primera Internacional hasta que, por múltiples razones, empezaron a advertir mutuamente sólo lo que les separaba. Entre los causantes de que esa aspiración de armonía internacional y obrera se desvaneciese figuran en lugar destacado unos intelectuales de nuevo cuño, funcionarios de partido, que dieron a la tendencia que representaban un lenguaje nuevo y específico, sin correspondencia con los demás y que acabó convirtiéndose en signo distintivo de propuestas que, nacidas de la Idea, no tardarían en traicionarla. Anterior a ellos y a sus sucesivas fracturas fue Élisée Reclus.
Si la Revolución era internacional, sus mayores pensadores en las últimas décadas del siglo XIX, dejando aparte a Kropotkin, fueron franceses. “En aquellos años”, ha escrito Barbara W. Tuchman, “Francia había erigido el edificio más alto del mundo, había inventado el globo y la bicicleta y descubierto la radiactividad, había dado a luz un grupo de pintores extraordinarios y los compositores más originales de su tiempo, se enorgullecía de poseer la capital más cultivada; y, naturalmente, contaba también con los anarquistas más señalados”.* De estos últimos sobresalen dos nombres: los de Reclus y Jean Grave; y un momento: el de la Comuna de París. Un tercero de origen italiano, Enrico Malatesta, hizo su primera contribución a la Idea en la Universidad de Nápoles, de la que fue expulsado tras una revuelta en solidaridad con la Comuna, a lo que siguió una larga sucesión de presidios, destierros y evasiones que le llevaron a recorrer medio mundo. También Reclus fue viajero, y en su calidad de geógrafo dejó una obra monumental que, heredera del evolucionismo de Darwin, trató de poner en el centro de las tesis de éste al hombre y su lucha por la vida. Sus escritos de carácter anarquista no son ajenos a los conocimientos que adquirió en los viajes de investigación por Oriente, África y Norteamérica. De esta faceta del Reclus activista, divulgada en su día en forma de conferencias y de artículos en la prensa, ha aparecido entre nosotros el volumen Evolución, revolución y anarquía (Libros de Itaca), que reúne cinco textos redactados entre 1880 y 1902.
El período en el que se escribieron estos textos es significativo, pues abarca una serie de episodios históricos y de debates que tuvieron lugar en el seno de la Internacional, muchos de los cuales, si por un lado sirvieron para marcar el rumbo del pensamiento y de la práctica anarquistas, por otro, como se vería al cabo de unos años, vinieron a señalar también sus deficiencias, derivadas en parte del fracaso de la Internacional y de los nuevos procesos históricos del inicio del siglo XX. Para el Reclus autor de estos escritos la realización del ideal anarquista, sin embargo, aparecía próxima, y ello a causa de las turbulencias políticas del momento. Éstas se desataron con el escándalo que rodeó a la construcción del canal de Panamá, que fue desvelado en el Parlamento entre 1890 y 1892 y en el que quedaron comprometidos, tras dejar al aire una extensa red de corrupción en la que no faltaron los sobornos y las ventas de influencias, más de cien diputados. A estos acontecimientos sucedería casi sin interrupción el “caso Dreyfus”.
El primero de los textos incluido en el volumen que comentamos es el más extenso y el que da título al mismo. Transcripción y a la vez versión ampliada de una conferencia de 1880, el texto, que fue publicado póstumamente, es buena muestra del pensamiento de nuestro autor en los años que pasó exiliado en Ginebra, donde conoció a Kropotkin y colaboró junto a éste en el periódico Le Révolté, mientras redactaba su enciclopédica Geografía Universal, que constaría de diecinueve volúmenes. Dividido en diez capítulos, el contenido de Evolución, revolución y anarquía se centra en el sentido que el autor otorga a los conceptos de evolución y revolución, que si en el momento en que Reclus escribía se tenían por contradictorios, son vistos aquí bajo una nueva luz. Es posible que la fusión de estos dos términos, el de evolución, que algunos socialistas empleaban como sinónimo de “reforma”, y el de revolución, propio de la tradición libertaria, sea la aportación teórica más original de nuestro autor al pensamiento emancipador.
Para Reclus, evolución y revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, el cual deviene siempre incompleto. En efecto, a diferencia de lo sostenido desde la tradicional perspectiva utópica, según la cual la transformación social habría de culminar en una Arcadia feliz, fin del trayecto de la Historia carente de tensión y conflictos, Reclus concibe dicha transformación como un proceso infinito jalonado por revoluciones preparadas por evoluciones previas, y a las cuales sucedería una evolución nueva, “madre a su vez de revoluciones futuras”.
Reclus justifica su argumento a partir del examen de diversos episodios revolucionarios que han tenido lugar en la Historia: el Renacimiento, la Reforma y las Revoluciones francesa y americana. La causa que resume la historia de la decadencia de un sistema político, económico y social es en cada caso la constitución de una parte de la sociedad “en dueña de la otra”, lo que produce “en las cabezas y en los corazones una evolución que antes o después se convertirá en fenómeno histórico”. El proceso evolutivo de transformación requiere miles de héroes anónimos en el trabajo colectivo de la civilización, héroes, afirma Reclus, que acaso no sean conscientes de serlo, pero que se encuentran en posesión de unas decisivas energías que modifican el curso de la realidad objetiva. Es al triunfar éstas cuando una idea revolucionaria se integra en el consenso social y se inaugura un nuevo orden, el cual, de inmediato, debe ser cuestionado. Pues sucede que cada progreso de la civilización produce sus “odiadores de lo nuevo”. De este modo los volterianos se convirtieron en dignos vigilantes del orden y la moral, y los republicanos en garantes estrictos de las leyes y las instituciones. “Los devotos de la estabilidad social”, escribe Reclus, “se sienten empujados a señalar como criminales políticos a todos aquellos que critican las cosas existentes, a todos los que se lanzan a lo desconocido, y sin embargo admiten que cuando una idea nueva ha terminado instalándose en el espíritu de la mayoría de los hombres, es mejor adaptarse a ella para no ser tomado por revolucionario. (…) Así, se castigan ahora las acciones que mañana serán alabadas como el fruto de la moral más pura”. Este proceso sin fin es a juicio de nuestro autor la base del anarquismo, y la fuerza motriz del progreso de la humanidad.
Al considerar que toda transformación social crea sus propias instituciones, destinadas a detener o al menos ralentizar el progreso, Reclus concluye que los libertarios son quienes dirigen sus esfuerzos contra las mismas, pues “todas las instituciones humanas, todos los organismos sociales que buscan mantenerse sin cambios, deben, en virtud de su propia inmutabilidad, hacer nacer conservadores de uso y abuso, parásitos y explotadores de toda calaña, convertirse en focos de la reacción en el conjunto de las sociedades”. No importa que dichas instituciones sean muy antiguas y que sus orígenes deban buscarse en la leyenda o en el mito; o que sean nuevas y producto de una revolución popular. Todas ellas están destinadas “a momificar las ideas, a paralizar las voluntades y a suprimir las libertades e iniciativas: para conseguir esto basta con que continúen existiendo”.
Capítulo aparte en el desarrollo evolucionario, según nuestro autor, es el que corresponde a la educación, tema presente en estas páginas bajo dos aspectos: como crítica de la enseñanza en los establecimientos religiosos y como fundamento de la transformación social. Para Reclus, la enseñanza en centros educativos de la Iglesia constituye un doble contrasentido, en su calidad de instituciones donde la ciencia es enseñada por quienes no creen en ella y en las que la infancia es confiada a un poder secular que sobradamente ha demostrado su ausencia de fe en lo que respecta a las facultades del individuo. Desde su perspectiva, ya de entrada los niños tienen que ser corregidos y doblegados, lo que entre otras cosas implica privarles de sus capacidades innatas. Por el contrario, la enseñanza libre es aquélla para la cual “aprender es la virtud por excelencia del individuo libre, despojado de toda autoridad divina o humana”. Y añade: “El hombre que quiere desarrollarse como ser moral debe defender exactamente lo contrario de lo que aconsejan la Iglesia y el Estado; debe pensar, hablar, conducirse libremente. Son estas las condiciones indispensables de todo progreso”. El concepto de escuela aparece aquí con una amplitud que sobrepasa con mucho a la propia institución educativa, ya esté a las órdenes de la Iglesia o del Estado, y convertido en centro de reproducción no de la ciencia oficial, sino de la ciencia vivida: “Es fuera de la escuela donde se enseña más, en la calle, en el taller, en las barracas de feria, en el teatro, en los vagones de ferrocarriles, en los barcos de vapor, en los paisajes nuevos, en las ciudades extranjeras. (…) Entendemos la sociedad como la escuela sin Dios ni amo”.
En el proceso de evolución social Reclus señala el relieve alcanzado en su época por las colectivizaciones, las cooperativas, las sociedades de consumo y otras formas de asociación. Ellas constituyen modelos de acción colectiva al margen, o al menos en la periferia, de los usos mercantilizados que son propios del capitalismo. Por otra parte, las formas de dominación presentes en el Estado, el trabajo y la vida privada, a imagen del poder divino, reproducen un mismo paradigma autoritario: un jefe, un presidente, un marido, un padre… Servidumbres que se suman unas a otras para coartar las potencialidades del individuo. Si en su vida social éste dispone de instrumentos de organización y de resistencia colectiva, que llegan hasta la huelga general, en el ámbito de lo privado es preciso interpretar el ideal anarquista como una moral inscrita en el devenir de la historia. Ello requiere un desaprendizaje y el inicio de un nuevo conocimiento, el cual ya estaba inscrito en el imperativo de Goethe citado por el autor en uno de los textos de este volumen: “Si quieres surgir, ¡surge de ti mismo!”.
Una última observación de carácter polémico es la que hace Reclus a su amigo Jean Grave acerca del derecho al sufragio. A este hombre que vivía y trabajaba en una habitación amueblada con una mesa y dos sillas, vestido invariablemente con la blusa larga y negra del obrero francés, rodeado de panfletos y periódicos, le dice Reclus: “Votar es abdicar; nombrar uno o varios amos para un período corto o largo es renunciar a la propia soberanía”. Y también: “Votar es dejarse engañar; es creer que hombres como vosotros adquirirán de repente, al tintineo de una campanilla, la virtud de saber y comprenderlo todo… La historia os enseña que ocurre lo contrario”.
Citábamos más arriba a Barbara W. Tuchman, la cual situó a Reclus y sus compañeros en el espacio de la modernidad. Con no menos razón, Kristin Ross, de la que hablábamos aquí no hace mucho, se ha referido a las vidas ulteriores de la Comuna de París como un proceso vivo que se ha manifestado episódicamente en diversos momentos del siglo pasado y en lo que llevamos del actual. Otro pensador y activista contemporáneo, Boaventura de Sousa Santos, ha podido expresar su perplejidad ante el hecho de que todo poder constituyente haya tenido hasta ahora la finalidad de convertirse en poder constituido, es decir: la finalidad de negarse a sí mismo. Contrasentido trágico para el que el autor portugués reclama como remedio un poder constituyente que no deje de serlo, o lo que es igual: que no se resigne nunca a constituirse. Esta propuesta de nuestro hoy más inmediato no puede estar más próxima a esa dialéctica permanente de la evolución y la revolución manifestada hace más de un siglo por Reclus. En ello reside el valor de una obra de futura vigencia y de constante inspiración para los constructores de la dignidad humana,

* Barbara W. Tuchman, “The Anarchist”, The Atlantic Monthly, 211:5 (mayo de 1963)