Este cuento es un anticipo de lo que será el próximo libro de Libros de Itaca: Los 21 días de un neurasténico, de Octave Mirbeau. Se publicó originalmente con el título «Pour M. Lépine» en Le Journal, el 8 de noviembre de 1896. Lépine era el prefecto de policía de París. El cuento es una llamada a las autoridades administrativas para alertarlas de la miseria de la prostitución.
«Avenida de Clichy, de noche. Llueve. El blando barro del pavimento hace que caminar resulte difícil y peligroso. La avenida está casi desierta. Algunos transeúntes deambulan, la cara oculta en el cuello levantado del gabán; algunos coches circulan vacíos, o bien llevan no se sabe qué hacia no se sabe dónde; algunas mujeres recorren las aceras que brillan como pálidas luces, bajo la luna.
«Avenida de Clichy, de noche. Llueve. El blando barro del pavimento hace que caminar resulte difícil y peligroso. La avenida está casi desierta. Algunos transeúntes deambulan, la cara oculta en el cuello levantado del gabán; algunos coches circulan vacíos, o bien llevan no se sabe qué hacia no se sabe dónde; algunas mujeres recorren las aceras que brillan como pálidas luces, bajo la luna.
—Señor… señor… venga a mi casa…
Invitaciones mezcladas con
blasfemias obscenas y amenazas. Luego silencio… e idas… y venidas. Llegan, dan
vueltas, se desvanecen, desaparecen, regresan y se abaten, igual que cuervos
sobre un campo donde hay una carroña.
Sólo quedan abiertas las tabernas,
aquí y allá sus escaparates luminosos arrojan luz amarilla sobre la masa de
sombra de las casas silenciosas. Y olores de alcohol y de almizcle, crimen y
prostitución, circulan en el aire en tufaradas fraternales.
—Señor… señor… venga a mi casa…
Desde hace cinco minutos, me
sigue una mujer, a la que no veo, y de la que escucho solamente, detrás de mí,
el pisoteo pertinaz y la voz que susurra esta monótona y suplicante cantinela:
—Señor… señor… venga a mi casa…
Me detengo bajo una farola. La
mujer también se detiene, pero fuera del círculo luminoso. Sin embargo, puedo examinarla.
No es hermosa, ni tentadora, y ahuyenta, con toda la fuerza de su desconsuelo,
la idea de pecado. Porque el pecado es alegría, seda, perfume y bocas
maquilladas, y ojos en éxtasis, y cabellos teñidos, y carne adornada como un
altar, lavada como un cáliz, pintada como un ídolo. Y es también rica tristeza,
opulento hastío, suntuosa mentira, desperdicios de oro y perlas. Nada de todo eso
tiene la pobre desgraciada para ofrecerme. Vieja de miseria más que de edad,
marchitada por el hambre o las borracheras fermentadas en los antros, deformada
por la horrible labor de su trágico oficio, obligada, bajo la amenaza de la
puñalada, a caminar, caminar siempre, en la noche, hacia el deseo que merodea y
que busca, devuelta por el chulo que la despluma al policía que la extorsiona,
de la habitación a la prisión, hace daño a la vista. Una ligera camisola de
lana tapa su pecho; enaguas embarradas golpetean contra sus piernas, un inmenso
sombrero la cubre, cuyas plumas se deshacen bajo la lluvia; y sobre el vientre
sus manos cruzadas, dos pobres manos enrojecidas por el frío —nada obscenas—,
dos pobres manos torpes y sarmentosas, enguantadas con viejos mitones hasta los
dedos. Si no fuera por la hora, el lugar, y el tono de su llamada, la tomaría
por alguna sirvienta desempleada, y no por una mujer de la noche. Sin duda,
desconfía de su fealdad, es consciente de la poca voluptuosidad que ofrece su
cuerpo, y se aparta cada vez más de mi mirada, interpone tinieblas entre su
rostro y yo, y, pareciendo pedir limosna más que ofrecer placer, repite con una
voz tímida, trémula, casi avergonzada:
—Señor… señor… venga conmigo…
señor… haré todo lo que usted quiera… ¡Señor… señor!
Como no respondo, no por asco ni
por desdén, sino porque, en ese preciso instante, descubro, con lástima, un
collar de coral que le rodea el cuello de una línea siniestramente roja, añade,
en voz baja, con un tono de dolorosa súplica:
—Señor… si lo prefiere… tengo en
casa una niña… Tiene trece años, señor… y es muy complaciente… Y conoce a los
hombres como una mujer… Señor… se lo pido… Venga conmigo…señor… ¡señor!...
Le pregunto:
—¿Dónde vives?
Y, rápidamente, señalándome una
calle, enfrente, que se abre a la avenida como boca de lobo, responde:
—Muy cerca… Mire, allí… a dos
pasos de aquí… Lo pasará bien, ¡vamos!
Atraviesa la calzada, corriendo,
para no darme tiempo a cambiar de idea, para que lo que cree ser mi deseo no
tenga tiempo de enfriarse… La sigo… ¡Ah, pobre criatura!... A cada paso que da,
gira la cabeza, a fin de asegurarse que no me he ido, y da saltitos en los
charcos, enorme y redonda, como un sapo monstruoso… Unos hombres que salen de
un cabaret la insultan al pasar… Entramos en la calle… Ella delante, yo detrás,
caminamos hacia algo cada vez más oscuro…
—Es ahí —dice la mujer—. Ya ves
que no te he mentido…
Empuja una puerta apenas
entreabierta. Al fondo de un pasillo estrecho, una lamparita de petróleo, cuya
mecha humea y oscila, hace agitarse sobre las paredes fulgores criminales,
sombras de muerte. Entramos… Mis pies pisan algo blando, mis brazos rozan algo
viscoso…
—Espera un poco, cariño… La
escalera es traicionera.
La seguridad le ha hecho recuperarse.
Comprende que no debe humillarse más, que quizás no es tan fea, puesto que
estoy aquí, me tiene, ha conquistado, traído un hombre, un hombre al que hay
que cuidar con palabras acariciantes, excitar su generosidad con promesas de
amor… ¡De amor!... Ya no soy el “señor” indeciso al que imploraba, hace un
rato; soy el “cariño”, el cliente esperado, ese que tal vez traiga algo con lo que
comer al día siguiente, o con lo que pagarse la bestial borrachera que hace
olvidar el hambre, ¡y todo lo demás!...
Enciende una palmatoria, con la
llama torcida de la lámpara, e, indicándome el camino, me precede en la
escalera. La subida es dura. La pobre desgraciada sube a duras penas, con
esfuerzo; resopla, silba y jadea; con su mano libre, no sabe qué hacer, como si
fuera un paquete muy pesado.
—No te impacientes, cariño… Es
en el segundo…
La barandilla está pegajosa, las
paredes rezuman y supuran, los peldaños de madera crujen bajo los pies; hay que
contener las náuseas provocadas por insoportables olores de barro traído por
los hombres, de mugre cuya humedad acentúa la virulencia, de deyecciones mal tratadas;
sobre los rellanos, a través de las puertas, se oyen voces que ríen, que
gritan, que ruegan, voces que regatean, que amenazan, que exigen, voces
obscenas, voces ebrias, voces sofocadas… ¡Oh, estas voces! La tristeza de estas
voces, en este lugar de noche, de terror, de miseria y de… ¡placer!
Por fin llegamos. La llave ha
chirriado en la cerradura, la puerta ha rechinado en sus goznes, y estamos en
una pequeña habitación donde no hay más que un sillón de tela verde, roto y
cojo, y una especie de cama plegable sobre la que una vieja que dormía se ha
levantado, por el ruido, como un espectro, y me clava sus ojos redondos,
amarillos, extrañamente fijos, y parecidos a los de los pájaros que se pasan la
noche en vela en los bosques… Enfrente de la ventana, varias prendas se secan
sobre una cuerda tendida de una pared a otra.
—Te había dicho que quitaras esto
—reprocha la mujer a la vieja, que emite una especie de gruñido y retira las
prendas, dejándolas amontonadas en el sillón.
Una puerta más, y la habitación…
Estamos solos. Pregunto:
—¿Quién es esa vieja?
—Es ella quien me presta a la
pequeña, cariño…
—¿Su madre?
—¡Oh, no! No sé de dónde la ha sacado.
Sólo la tengo desde ayer… ¡No tuvo suerte, la pobre mujer!... Y tampoco es muy
agraciada… Su hijo está en la Nouvelle… Hace tiempo era mi amante… Mató al
relojero de la calle Blanche… Sus hijas están en casa… y no le dan nada… Ella
también tiene que vivir, ¿no crees?...
Luego:
—Por suerte, trae a la pequeña
aquí… porque en su casa… ¡ah, si la vieras!... ¡Es tan pobre, tan pobre!...
La habitación apenas tiene
muebles, y revela una miseria indescriptible… Las ventanas no tienen cortinas,
la chimenea está sin fuego. La humedad despega de las paredes el papel, que
aquí y allá se desprende en placas, como trozos de piel muerta… Hace frío… La
mujer se excusa…
—No tengo madera… ni carbón… ¡El
invierno ha llegado tan rápido!... Y además hace un mes que los policías
vinieron… Me detuvieron… No hace ni tres días que me han soltado, ¿puedes
creerlo?
Y añade:
—Si solamente hubiera tenido
veinte francos para darles, me habrían dejado en paz… ¡Ah, canallas!... Unos
piden “un favor”… otros quieren dinero… A mí me piden siempre dinero. No
debería estar permitido…
En el fondo de la habitación hay
una cama grande, con dos almohadas apoyadas sobre un travesaño… Al lado, otra
cama, más pequeña, donde distingo, emergiendo de las sábanas, una desordenada
cabellera rubia, y, entre este rubio, una delgada cara pálida que duerme.
—Es la pequeña, cariño…
Acomódate… Voy a despertarla… ¡Ah! Vas a ver lo viciosa y hábil que es… Te encantará…
—No… no… déjala.
—No se va con cualquiera… sólo
con los señores que son generosos…
—No… déjala dormir…
—Como quieras, cariño…
No es consciente del crimen que
me propone, y mi rechazo más bien le sorprende… Cuando quería despertar a la
niña, la he observado. Su mano no ha temblado; no ha sentido en el corazón esa
conmoción vascular que hace bajar la sangre y palidecer el rostro. Le pregunto:
—¿Y si la policía la encontrara
en tu casa?... ¿Sabes lo que es un tribunal o una prisión?
La mujer hace un gesto vago, y
dice:
—¿Qué es lo que quieres?
Al ver mi gesto grave y triste,
ha vuelto a perder la confianza. No se atreve a mirarse en el espejo; ni
tampoco se atreve a mostrarse ante mí, ni siquiera bajo la pobre luz de la
palmatoria… Y el agua gotea de su sombrero, como de un techo mojado… Deja la
palmatoria sobre la chimenea, y va, junto a la cama grande, en la penumbra,
donde se dispone a desnudarse…
—No —le digo—. Es inútil…
Tampoco te quiero a ti.
Y le pongo en la mano dos piezas
de oro, que ella voltea una y otra vez, sopesándolas, y que luego examina, con
mirada estúpida, sin decir nada.
Yo tampoco tengo nada que
decirle. ¿Y qué le diría? ¿Recomendarle el arrepentimiento, la belleza de la
virtud? ¡Palabras, palabras, palabras!... No es ella la culpable. Ella es tal y
como la sociedad la ha querido, con ese apetito insaciable al que cada día hay
que dar su gran porción de almas humanas… ¿Hablarle de odio, de revuelta?...
¿Para qué?... De nuevo palabras… La miseria es demasiado cobarde; no tiene el
valor de blandir un cuchillo, ni de agitar una antorcha sobre la alegría egoísta
de los que son dichosos… ¡Más vale que me calle!... Además, no he venido aquí
para perorar como un socialista. No es momento de declamaciones vanas, que no
remedian nada, y que lo único que hacen es poner en evidencia el vacío de los
actos con el vacío de las palabras… He venido para ver, y he visto… Sólo me
resta marcharme… ¡Buenas noches!...
La niña duerme todavía en su
cama, nimbada de rubio. Las impúberes relaciones han ajado ya su boca, podrido
su aliento, y dejado marcas en la comisura de sus ojos cerrados. En la habitación
vecina, oigo a la vieja que va de un lado a otro y arrastra sus zapatillas
sobre el suelo crujiente. La mujer esconde sus dos piezas de oro bajo el
travesaño, y me dice en voz baja:
—La vieja va a estar furiosa de
que no hayas estado con la pequeña… Dale algo para que no me quite todo lo que
me has dado… Es una vieja cruel y malvada… ¡Ya lo creo!... Espera que te
alumbro, señor… La escalera es traicionera...».