SOBRE Y EL MUERTO NADÓ TRES DÍAS, DE RAFAEL BARRETT,
Y LA CARPA Y OTROS CUENTOS, DE DANIEL SUEIRO
RELATOS
SOCIALES Y FANTÁSTICOS
Por
José María Merino
El
libro que ahora se publica reúne más de 50 de sus relatos. Muchos de ellos
reflejan situaciones dramáticas marcadas generalmente por una perspectiva
social, y recogen una multitud de personajes diferentes. Gente humilde,
explotados, enfermos, desamparados, alternan con jugadores, aristócratas,
ricachos implacables y despóticos, en cuentos realistas, oníricos, parábolas, u
homenajes a los cuentos maravillosos. Hay incluso reyes —el zar ruso tiene
angustiosas premoniciones mortuorias, o el alma del rey Leopoldo II de Bélgica,
buscando a Dios, acaba encerrada en un recién nacido congoleño, en el cuento
del que surge el título del libro—. El conjunto presenta extraordinaria
variedad de matices, y lo social no destruye lo lírico ni lo filosófico, aunque
siempre desde una mirada que siente el paso del tiempo y de la muerte, y la
persistencia de la injusticia y del odio. "Antes era un hombre, ahora soy
un propietario", se dice en uno de los cuentos, muchos de ellos resueltos
como diálogos teatrales. También hay micro-relatos pioneros en la tradición
literaria en lengua española. Una ocasión muy oportuna para conocer a uno de
nuestros escritores olvidados, muchas de cuyas figuraciones siguen plenamente
vigentes en los días que nos ha tocado vivir.
El
segundo libro de la colección, La carpa y otros cuentos, está dedicado a
Daniel Sueiro (La Coruña, 1931-Madrid, 1986). Narrador, ensayista, periodista y
guionista, a quien se puede considerar tardío miembro del llamado grupo de los
50. Prologado por Fernando Valls, el libro reúne catorce cuentos, algunos con
envergadura de novelas cortas, y se acompaña de un artículo del autor, «La
carretera, nuevo personaje literario». En el acertado prólogo, Fernando Valls
señala que el libro "muestra la evolución de la prosa narrativa de Sueiro,
desde el realismo social y el neorrealismo hasta su decantación posterior hacia
un expresionismo irónico, y cierta tendencia a lo kafkiano y al simbolismo”.
Sin
duda Sueiro cumple con el realismo de su tiempo, pero sus cuentos tienen una
peculiar mirada de la realidad, acaso por los personajes —un hombre-anuncio
disfrazado de robot que conoce la existencia de un curioso competidor; un
obrero que ha matado al capataz y se niega a entregarse a la policía; el
modesto propietario de un chiringuito al aire libre a quien la llegada de los
fríos espanta a los clientes; el joven trabajador que se niega a ceder su
puesto en el tranvía...— pero también por las situaciones planteadas: el
behaviorismo con que se relata un desencuentro; el carrusel de estampas colectivas
que suscita una hora del día o la esperanza en la lotería y la suerte... Hay en
el conjunto relatos llenos de extrañeza casi fantástica, como la situación de
ese hombre que a lo largo del tiempo espera determinada llamada, que nunca se
produce, o la subida implacable y fuera de las leyes naturales, a lo largo de
muchas horas, de una agresiva marea viva.
La
antología ofrece también algunas piezas que podrían considerarse novelas
cortas, como la que da título al conjunto, modesta odisea de unos hambrientos
cómicos de la legua, o el "viaje quijotesco", en palabras del
prologuista, de un muchacho en moto, sin destino, a lo largo de un curioso
panorama de la España de la época. Podría entrar también en el mundo de la
novela corta un viaje en tren, a lo largo de una noche, de gentes modestas que
termina trágicamente. Una magnífica antología de un gran cuentista español
contemporáneo.
SOBRE LA HERIDA DE SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ
Entrevista aparecida en www.sub-urbano.com, en su número de julio de 2014, en la que el periodista Paco Bescós conversa con Santiago Casero González.
La recién nacida editorial Libros de Ítaca
aún no ha tenido tiempo de alumbrar un catálogo extenso, pero en los tres
libros que hasta ahora ha publicado se vislumbra la intención de hacer las
cosas con gusto y maneras. Para muestra, La herida,la nueva novela en la que
Santiago Casero (Fuente del Fresno, 1964) ha volcado su profundidad temática y
trabajada prosa. Se trata de una narración de contenida fantasía, salpicada de
imposibles paisajes psicológicos y de personajes extremos. Un universo casi
distópico, casi onírico y muy severo, en el que todo pesa más que la propia
vida. Hablamos con el autor acerca de ella.
Esta es una novela sobre la culpa. Y a lo
largo de la narración insistes en nombrar la culpa como lo único que puede
expresarse con autenticidad. La novela, de hecho, habla de la necesidad
insatisfecha de expiar la culpa (cerrar la herida). Algunos personajes son
absolutamente transformados por su propia culpa. ¿Tanto peso crees que tiene la
culpa a la hora de construir al sujeto?
Los escritores amasamos nuestras ficciones
con características y rasgos que nos son propios, aunque los sometamos a un
proceso de elaboración que nos permita atribuírselos a nuestros personajes. Eso
explica que la culpa tenga en la novela ese peso que tú señalas, ya que
yo he observado que una parte importante de mi experiencia personal se ha
construido en gran medida desde la culpa o desde su versión amortiguada que es
el remordimiento. Yo coincido con Guillermo Saccomanno cuando hace afirmar a
uno de sus personajes que si tenemos que elegir entre la culpa o la nada nos
quedamos con la culpa.
Tal vez tenga que ver con la cultura judeocristiana
que ha estado operando detrás de la educación de mi generación, incluso después
de haberla refutado, lo cierto es que he intentado que ese fuera uno de los
motivos del libro. Adjudicarles a los personajes una carga tal hace posible que
la siempre difícil relación con el pasado se vuelva problemática y literaria.
Al respecto te diré que no es casualidad
que uno de los títulos que manejé como posibles para esta edición de Libros de
Ítaca fuese precisamenteSalvo la culpa, palabras que pongo en boca de
uno de los personajes para subrayar la idea de que ese sentimiento es tan
poderoso que ni siquiera puede ser sofocado por la simulación en que se ha
convertido su vida.
A partir de ese punto de partida, creas un
universo metafórico, muy inspirado en Kafka, en que el ser humano se reduce
físicamente con respecto al paisaje. Un derroche de imaginación que en
ocasiones roza el surrealismo. ¿Qué ventajas crees que tiene la fantasía a la
hora de tratar un tema tan poco fantasioso como el de la culpa?
En la novela se especula con la posibilidad
de que la fantasía, en sentido amplio, y ahí incluyo a toda la literatura,
pueda servir de consuelo entre otras cosas de la culpa, pero he
dejado que los propios personajes tengan dudas al respecto. Yo las tengo, así
que no he querido ayudarles. He preferido que sean ellos los que lo
experimenten y lo decidan.
En cuanto a la culpa como tema
literario, se trata de un fenómeno demasiado real para permitir que se diluya
en una fantasía enloquecida, así que, para darle verosimilitud al relato, he
intentado que los elementos fantásticos, a la manera de Kafka, no
se desconectaran del todo de la estructura de realidad en la que se insertan.
He hecho un esfuerzo por que la fantasía de la que hablas no impidiera que
todavía pudiéramos esperar algo de la normalidad, en la que estaría incluida de
forma esencial la culpa. Es conocida la distinción que hacía Coleridge al
respecto cuando distinguía dos modalidades de la fantasía, “fancy” e
”imagination”. Si lo que él llama “fancy” pone en pie mundos absolutamente
dominados por lo quimérico, como los cuentos de hadas o la ciencia ficción
poblada de prodigios y mundos imposibles, los productos de eso que califica
como “imagination” en cambio consienten una clase de fantasía conectada de
forma paradójica, incluso surrealista, como tú apuntas, con la realidad, y ahí
estaría precisamente Kafka.
Los habitantes de La Huella (la ciudad en
que tiene lugar la acción, una metrópoli inmensa construida en el interior de
un cráter) son unos reclusos de sí mismos, se refugian allí para vivir
concentrados en su arrepentimiento. ¿Has encontrado algún equivalente a esta
ciudad metafórica en la vida real?
Lo difícil es no ver los numerosísimos
ejemplos que nos ofrece la vida real. Me gusta ese concepto que apuntas de
“reclusos de sí mismos” porque contiene dos ideas aparentemente contrapuestas,
la reclusión y la voluntariedad, que sin embargo yo he encontrado juntas en
muchos de esos ejemplos que refiero. Respecto a la primera, algunos lectores me
han hecho ver que muchas de mis narraciones se desarrollan en un contexto de
clausura no siempre metafórico. A veces es una ciudad real, como Praga, a veces
un apartamento en la playa, a veces, como en “La herida”, una población dentro
de un cráter, lo cierto es que he llegado a la conclusión de que una gran parte
de nuestras experiencias pueden ser narradas de forma alegórica desde este
punto de vista de la reclusión, que no siempre es fácil de ver desde dentro.
Por esa vanidad escribimos en ocasiones, porque creemos haber visto algo que los
demás no han visto y queremos advertirles.
En cuanto a la voluntariedad, quiero
recordar ahora una noticia que leí una vez que no por extravagante resulta
menos clarificadora de esa “autorreclusión” a la que venimos aludiendo. Se
describía allí una experiencia en algún lugar de Rusia a la que la gente se
apuntaba como si fuera una actividad recreativa, y que consistía en dejarse
encerrar durante una temporada en el recinto de un antiguo Gulag para vivir
como vivían los auténticos prisioneros del mismo y experimentar sus miedos y
sus zozobras. Es verdad que uno sabe que se trata de una tortura limitada en el
tiempo y hasta cierto punto de riesgo controlado, pero no deja de llamarme la
atención lo que tiene de voluntario y a mí me gusta pensar que quizá tenga
también algo de expiación de culpas secretas.
Los habitantes de La Huella que desfilan
por la novela están tan desesperados por cerrar sus heridas incurables que
aceptan la delirante suplantación de sus seres queridos por parte del
protagonista (ese es el trabajo que le es encargado) para ser perdonados. Llega
un momento en que la trama de las diversas suplantaciones se convierte en el
nudo central de la novela. ¿De dónde surgió esa idea de la suplantación? ¿Qué
significado cobra la suplantación en tu universo?
En una de tus preguntas anteriores has
deslizado el concepto de autenticidad en relación a la culpa, y yo creo que de
forma pertinente, ya que la novela es principalmente una reflexión en torno a
la identidad, que para mí es problemática porque en muchas ocasiones eso que
llamamos identidad es lo menos auténtico que hay en nosotros. Alguien dijo que
ser hombre es simular el hombre. Esta idea me ha rondado siempre y supongo que
funcionó como disparador de esa parte esencial de la novela. Dicho de otra
manera, la simulación, que en la novela cobra la forma de la suplantación, es
una de las características de lo humano. Si nos despojáramos de todas las
máscaras y disfraces con que nos presentamos ante los demás, estaríamos
desnudos, seríamos solamente fragmentos de la humanidad y eso no nos gusta.
Queremos ser distintos y para eso necesitamos construirnos la identidad, aunque
íntimamente sepamos que es frágil y falsa.
Hay que decir que los escritores somos la
quintaesencia de esa flaqueza, desdoblados siempre en personajes que inventamos
y a los que atribuimos contrariedades y gozos que intuimos en nosotros. Los
escritores somos equilibristas de la identidad.
Detrás de muchas de esas historias de culpa
se encuentra la guerra (en el caso de La Araña Ciega) o la brutalidad de Estado
(en el caso de Aníbal). ¿Crees posible que los grandes sicarios de la
historia (Eichmann, Nikolài Yezhov, etc) sintieran la misma culpa que los
personajes de tu novela? ¿Existiría una La Huella para ellos?
Fantaseo con esa posibilidad, pero tengo
dudas. Me gustaría que al infierno que inventaron para el prójimo les
correspondiera el infierno equivalente de una culpa que los acompañara hasta la
tumba, y, si fuera posible, más allá. Me debato con ese deseo y también con la
tesis contraria de Woody Allen en algunas de sus películas (Delitos y faltas,
Match point…) según la cual existe gente inmune a la culpa, o al menos que
antepone la supervivencia y la impunidad a la culpa. Esta es una idea
perturbadora para mí pero desgraciadamente no veo imposible que los déspotas de
la historia hayan abandonado este mundo sin remordimientos.
Y, sin embargo, el delito peor castigado de
esta República que has construido no es el asesinato, sino el testimonio.
Aníbal C. está continuamente aterrado de caer en lo que llama ‘hacer
literatura’ en sus informes. La Araña Ciega es considerada un gran traidor
simplemente por contar su caso. ¿Es la literatura, la narración, el gran
enemigo de la culpa? ¿Es la literatura aquello que podría cerrar ‘la herida’?
Sí, algo he dicho ya al respecto. Podría
ser pero no todos los individuos son sensibles a los mismos
contravenenos. El protagonista, Aníbal, se resiste a aceptar esa posibilidad.
Él es sólo un funcionario obediente, como se repite a sí mismo en numerosas
ocasiones, tal vez intentando salir al paso a las dudas que empiezan a
asediarle. Cree ser inmune a su propio pasado y también al dolor de los demás,
contra cuyos efectos le han alertado, pero es un personaje que evoluciona, y lo
hace en gran parte a través del conocimiento y la cercanía con las víctimas.
Esa cercanía muchos la obtenemos sólo mediante la literatura, conocemos el
dolor o la culpa de otros a través de las historias que nos han contado, y, de
forma privilegiada, a través de las historias que inventamos, así que saber que
compartimos con los demás pecados o errores semejantes a los nuestros podría
ser como poco un consuelo.
Por otro lado, esta es una novela en la que
atmósfera es primordial. Las vías de tren interminables, los llanos, el olor.
Uno imagina la URSS de Stalin, con sus ciudades impostadas y sus paisajes
implacables. ¿Puedes contarme en qué te inspiraste para construir esa
atmósfera?
Cuando un escritor tiene que inventar una
historia de atmósfera distópica, desgraciadamente tiene a su disposición
multitud de ejemplos y de modelos históricos reales como los que tú citas. Creo
que la novela distópica, salvado el hecho de que intenta proyectarse hacia el
futuro para alertar de los riesgos del presente, podría ser considerada una
versión heterodoxa de la novela histórica, ya que resulta difícil imaginar un
mundo peor que el que pusieron en pie tiranos como Stalin, Hitler o Pol Pot.
En cuanto al paisaje, siempre he apreciado
mucho las historias en las que lo que rodea a los personajes desempeña un papel
importante, incluso de forma benévola. Estoy pensando por ejemplo en las
novelas de Pavese, en esos veranos sofocantes y estáticos que tanto influyen en
la conducta de los personajes.
Estoy absolutamente convencido del poder
del ambiente para determinar nuestras conductas, tanto más, como en el caso de
“La herida”, en el que el paisaje es, como tú apuntas, excesivo. Son varias las
razones que acaban convirtiendo a Aníbal en un personaje dubitativo y el
paisaje no es la menor de esas razones.
Al leer la obra da la sensación de que
absolutamente todo lo que ocurre posee una significación más profunda de lo que
parece: desde matar una mosca hasta el sonido que emite un holograma en la
catedral. ¿Qué importancia le das a la metáfora y al simbolismo?
La metáfora y el símbolo forman parte del
núcleo de la literatura pero, salvo honrosas excepciones, no me gustan las
novelas alegóricas. Las considero demasiado didácticas, que es lo último
en mi opinión que debe ser una novela. Sin embargo, la observación que haces
respecto a que muchas cosas de mi historia tienen una segunda significación o
al menos una lectura complementaria es en mí una aspiración fuerte, ya que yo
concibo el mundo como una realidad incompleta y engañosa que puede leerse de
otra manera.
En una pregunta anterior has recordado
atinadamente la importancia del testimonio en mi novela y sobre esto tengo que
decir que en concreto la mención de la muerte de la mosca alude a un texto de
Marguerite Duras que es todo un alegato del valor testimonial de la literatura.
En la nota del final del libro desvelas la
gran cantidad de guiños a lectores compulsivos que incluye la narración. ¿Lo
haces por complicidad? ¿Por qué desvelarlo?
Más que por complicidad lo he hecho por
honestidad. Me gusta decir que las lecturas de los maestros que hemos admirado,
aunque en algún momento hayamos dejado de hacerlo, son semillas de nuestra
escritura, y me ha parecido justo que, si el lector tenía la paciencia de
llegar al final de la historia, mereciera la revelación de algunas de esas
fuentes.
Los referentes más claros que localizo en
esta obra son Borges, Kafka, Italo Calvino. ¿Acierto? ¿Qué influencia tienen en
tu obra?
No te equivocas. Cuando oigo señalar
ciertos parentescos de mi obra (alguien ha mencionado también a Buzzati) no
puedo sino sentirme halagado y, por vanidad, no seré yo quien la desmienta. Sin
embargo, aunque soy consciente de que Kafka está soplándome detrás de la oreja
como un maestro tutelar, no he pretendido hacerle un homenaje. Yo no soy quien
para hacer un homenaje a Kafka, ni a Calvino, ni a Borges, también presente de
manera casi explícita en la novela, como señalas. No me asiste ningún derecho a
erigirme en homenajeador. Al respecto, pienso sencillamente que la literatura
de los grandes genios ha fertilizado de manera natural la escritura que ha
venido después.
En Kafka podemos subrayar multitud de
virtudes pero para mí tiene una decisiva y sobresaliente y es que permite
codificar y reconocer bajo el concepto “Kafka” diferentes características que estaban
dispersas, hasta el punto de que podríamos calificar como kafkianos a autores
que escribieron antes que Kafka, como Jarry o Melville.
De todas formas, pretender que los que
somos antes lectores que escritores renunciemos al magisterio de aquellos que
admiramos, incluso bajo la forma de la impugnación, es pedirnos demasiado.
Y, dado que eres licenciado en Filología
Clásica, ¿qué importancia crees que ha tenido esta formación en tu carrera
literaria?
Estoy convencido de que soy el escritor que
soy a causa de mis lecturas y de mi formación académica, por este orden. En lo
gramatical, creo que me ha proporcionado recursos suficientes para intentar
organizar retóricamente las siempre inseguras certezas de la escritura. Las
lenguas latina y griega son un prodigio relativamente temprano de la expresión
y la comunicación. En lo literario, me parece importante saber que la
literatura no empieza en el siglo XIX, ni siquiera en lo relativo a sus
aspectos más vulgares, como pueda ser el oficio de escribir. Aconsejo a los
escritores leer atentamente los epigramas de Marcial en los que se desnudan con
dos mil años de antelación algunos hábitos, incluso perniciosos, del escritor
contemporáneo. No he leído nunca nada tan demoledor acerca de la
impostura de algunos escritores y su pretendido papel oracular en la sociedad.
Una enorme cura de humildad que debería ser de lectura obligatoria sobre todo
para los escritores de best-sellers.
SOBRE LA CARPA Y OTROS CUENTOS DE DANIEL SUEIRO
KAFKA EN EL TRANVÍA - Por Juan Bonilla
Crítica aparecida en www.elmundo.es en la sección Biblioteca en Llamas (12.06.2014)
«Gracias a que periódicos y revistas tenían la costumbre de publicar cuentos
en sus páginas literarias, en los años cincuenta se produjo en España un
indudable auge del género a pesar de las miserias editoriales de la época. Se
diría que al cuento, como género, le van bien los extremos: en la
pobreza, como la España de los 50, porque la precariedad hacía difícil la
publicación de novelas y quedaba la salida de los periódicos y las revistas y
si había suerte se podía luego reunir las mejores piezas en un volumen. Y en
la riqueza, como en los Estados Unidos de todo el siglo XX, porque es un
género con suficiente fuerza como para generar un mercado independiente.
Evidentemente se publicaron decenas de cuentos malos o insignificantes,
pero también es verdad que ahí se creó el caldo de cultivo que permitió
desarrollarse a una de las más importantes generaciones de narradores
españoles, tal vez la más destacada en lo que al género se refiere. Conste que
la facilidad para publicar no es siempre indicativo de una mejora del género:
en los años 10 y 20 se publicaron cientos, miles de relatos largos o novelas
breves dado el éxito de publicaciones como El Cuento Semanal, Los
Contemporáneos o La Novela de Hoy, y eso no
significó que la narrativa en español viviera una época dorada (aunque
también es verdad que algunas obras importantes aparecieron en esas
publicaciones, San Manuel Bueno, de Unamuno por poner un solo
ejemplo). Los autores de los 50 tenían dificultades, y muchas, para reunir sus
relatos en un libro, que era la meta que todos perseguían. Y algunos, por
suerte para todos nosotros lo consiguieron, y ahí están Espera de
tercera clase y El corazón y otros frutos amargos de
Ignacio Aldecoa o Cuentos con algún amor de Medardo Fraile o La
gran temporada de Fernando Quiñones -que tuvo que ganar dos premios
para publicar sus primeros libros de relatos, el mencionado, que obtuvo
el premio La Nación en Buenos Aires, y el Premio de la
Vendimia de Jerez que le permitió publicar Cinco historias del vino.
Otros autores inevitables de esa promoción son Carmen Martín Gaite, que se
estrenó en 1957 con El Balneario, y Juan Benet, que publicó
en 1961 Nunca llegarás a nada.
De todos los cuentistas de esa época siempre he sentido predilección por
Daniel Sueiro. Quizá tenga que ver con el hecho de que fue el primer autor que
me hizo sentir emoción con un texto, un relato titulado El día en que
subió y subió la marea, que estaba en un libro que nos regaló
la Caja de Ahorros a los que concursamos en un certamen de redacciones.
Fernando Valls apunta que es un relato que deberían leer en todos los colegios
de España: completamente de acuerdo. Lo dice en la introducción minuciosa que
le ha puesto a La Carpa y otros cuentos recién editado por
Libros de Itaca. Es una antología de relatos y novelas breves de Sueiro que
comienza con estas palabras: "En el mundo mercantilizado que padecemos,
una gran mayoría de los buenos libros no poseen más actualidad que el instante,
al andar a remolque de modas o tendencias que se dicen globalizadas. Pero,
además, nunca hasta ahora el lector y el escritor habían tenido
menos interés y conciencia por la historia y la tradición literaria,
por su propia tradición, sobre todo la de su lengua y literatura que, en
esencia, ha gestado su identidad, al margen de lo múltiple o híbrida que sea
hoy día".
Pero, cumpliendo con uno de los requisitos más ejemplares de cualquier
gestión cultural, Libros de Itaca, que ha publicado también una
antología de Rafael Barrett, sabe que la actualidad se inventa. Y trata de
poner de actualidad a Sueiro colocándolo de nuevo en las mesas de novedades. Es
una gran noticia, porque cualquiera que se asome por sus cuentos se dará cuenta
de que los mejores entre estos tienen la característica primordial de cualquier
texto que haya sabido vencer a su tiempo: parecerá escrito ayer mismo.
Sueiro, autor de unas cuantas novelas y cinco tomos de relatos, progresó
desde un neorrealismo con notables dosis de humor y ternura a un
expresionismo irónico (según expresión del editor del volumen) con
cierta tendencia a lo kafkiano sin que dejara de imprimir en sus cuentos un no
sé qué personal e intransferible, aquello que hoy nos permite reconocer
claramente su voz y su mundo. Algunas de sus cimas son piezas inevitables de nuestra
narrativa breve, por ejemplo el descacharrante y genial Mi asiento en
el tranvía, del que Valls hace una lectura muy inteligente en su
introducción, desplegando posibilidades no siempre destacadas cuando se ha
analizado ese cuento. El relato lo protagoniza un joven que deja pasar varios
tranvías porque no hay asientos libres y cuando consigue un asiento cruza la
ciudad soportado las miradas aleccionadoras o terribles de ciudadanos que
consideran de muy mala educación que un joven aparentemente sano le esté
quitando el asiento a una anciana o una mujer embarazada o alguien que bien
pudiera necesitarlo más que él. Pero ese asiento es su única
pertenencia, su única propiedad momentánea. El relato es delicioso y,
a su través, retrata de manera muy sutil un enfrentamiento generacional entre
los que ganaron la guerra "y han hecho lo que han querido con el
país" y los jóvenes desolados. Igualmente excelente es Al fondo del pozo,
en el que retrata un día de cobro en una Administración a la que mensualmente
tienen que ir los escritores que colaboran con los medios del régimen. Es un
relato en clave (en el que aparece un insoportablemente cursi y lascivo
González Ruano), lo cual no merma su carga de profundidad, salpicada
con el genuino humor de Sueiro.
"Elaborar la realidad", así definió Sueiro su oficio en una
entrevista. A veces, esa realidad elaborada nace de la tarea de escarbar en una
cotidianeidad en la que el narrador trata de alcanzar un no sé qué
metafísico, casi absurdo, el sinsentido de existir en medio de los barrotes de
los días laborables. Ocurre en una de las obras maestras aquí recogidas, El
hombre que esperaba una llamada, en la que esa llamada que se espera parece
al principio versar sobre un asunto vulgar, hasta que, por obra y gracia de una
prosa insistente y precisa, va creciendo y convirtiéndose en un monstruo
simbólico: no queda muy lejos de este cuento un Beckett o un Kafka.
A pesar de que no puede decirse que Sueiro no tuviera suerte editorial
después de muerto -pues Alianza publicó en una buena edición sus cuentos
completos y Menoscuarto reedito hace unas temporadas el más acabado de sus
libros, Los conspiradores- se diría que no ha ejercido la evidente
influencia que otras firmas de su generación han ejercido en autores de ahora
(pienso sobre todo en Medardo Fraile). Creo que las razones pueden ser muchas
pero una de las más penosas sería también la más evidente: no se le ha leído,
apenas ha suscitado curiosidad. Ahora, una nueva editorial brinda una ocasión
magnífica para volver o para descubrir a Daniel Sueiro,uno de los nombres
más modernos y verdaderamente indispensables de nuestro relato».