... fragmentos extraídos de "La carpa", novela corta incluida en el libro La carpa y otros cuentos, de Daniel Sueiro...
«Viajamos en tren, en camión,
en carro y a veces a pie. Depende. En esto, ya se sabe: hoy hay y mañana no
hay. ¿Tarrasa? Pues Tarrasa. ¿Medina? Pues Medina. Vamos de un lado a otro
echando mano a lo que se puede y poniendo la cara que mandan. Reus, Elche, El
Escorial, Rota, Alcoy, Alepuz, donde le dio el ataque a Lorencito; Salamanca,
Guernica, Betanzos, Bermillo de Sayago... De aquí para allá con los zapatos
rotos y el hambre amaestrada en los largos, en los insensibles, somnolientos
silencios del vagón de tercera. Caras pintadas, narices postizas, apolillados
uniformes de santones y generales, billetes falsos, versos de Zorrilla, gritos,
trampas, palabras, palabras, palabras... Incluso mujeres de guardarropía. Y
maricas. ¡Qué negocio! Y, como nosotros, docenas y cientos de gentes de esta
afición y de este oficio andan por los pueblos y por las ciudades, por las
aldeas, por los caminos adelante, en verano e invierno, en Navidades, en
Carnaval, en las fiestas de agosto y en las ferias de octubre, con el tinglado
a cuestas y sin más gloria ni fortuna que las que ellas mismas se inventan. La
farsa se detiene todos los años en Semana Santa. Baja el telón el lunes y no
vuelve a levantarse hasta el sábado. En Semana Santa no se trabaja, y esos días
dramáticos, nebulosos, agónicos, para nadie lo son tanto como para nosotros,
los de la carpa. Aquel año nos cogió en Valladolid. Estábamos los nueve: Don
Pancho, el director; Harry, el apuntador; Avilés Vinagre, Lucio, Veremundo, yo
y las mujeres: «La Casta», Doña Pura y Milagritos. A Lorenzo, «El Calado», lo
habíamos dejado enterrado en Mungía».
«Ellos aman el teatro. Lo llevan
dentro, como una manzana puede llevar, comiéndola, un gusano. Sus padres
también fueron así, y también sus abuelos. Nacieron en eso y sería una locura
que ellos pensaran que había en el mundo alguna otra cosa que hacer, aparte de
esa».
«Yo no amo el teatro. A mí el
teatro siempre me importó un huevo. Cuando fui a verlos, en La Coruña, allá por
el treinta y tantos, don Pancho y doña Pura, que entonces eran como dos «vedettes»,
me recibieron desde la cama, a la hora de la siesta.
Entré todo decidido y lo primero
que vi fue una gran faja tubular de color rosa. Hablé con don Pancho, que ya
entonces tenía compañía propia, y se lo dije. Doña Pura no me quitaba los ojos
de encima. Les pregunté cuánto me iban a dar.
—¿Cuántos días resiste usted
sin comer, joven? —me dijo don Pancho.
—No lo sé. Nunca hice la
prueba.
—Pues hágala. Y cuando sea
capaz de aguantar quince o veinte días, vuelva».