«La pornografía no puede confinarse a un discurso cerrado o dentro
de unos márgenes interpretativos fijos porque ella establece la estructura
dilatoria de nuestro deseo: nos propone un cuerpo del que no gozaremos jamás,
que se escapa tras la pantalla, al mismo tiempo que nos acerca esa pantalla, su
hiperrealidad, para que nos desentendamos de los cuerpos. Este efecto nos
introduce en las mismas condiciones que funda nuestra actividad deseante, la
cual es siempre una forma de evasión y proyección, que nunca goza otro cuerpo
aunque lo tenga delante o se encuentre tocándolo, sino que lo escribe más allá,
como ese momento en que cogemos un libro y, sin haberlo comenzado aún o con tan
sólo unas páginas leídas, creemos vislumbrar ya el desarrollo de sus cauces, el
margen de nuestras expectativas, sus líneas de fuerza. Imaginamos no la
historia o su desenlace a través de nociones fragmentadas y posibilidades
abiertas, sino la sensación completa que habrá de dejarnos su lectura. Es ese
momento el único en que el libro es real; a continuación, el libro se cae de
nuestras manos, nos muestra el prosaísmo de las palabras, cierra sus cauces,
las avenidas por donde podrían haber corrido sus flujos imaginarios, y concluye
su trama como si nos obligara a despertar de un sueño. La literatura es siempre
decepcionante, incluso cuando nos apasiona, como también los cuerpos y los
placeres, porque solicitan y prometen experiencias abiertas, sin prefijar, pero
que necesariamente han de cumplirse: son los fetiches para un infinito que aguarda más allá de las páginas o de
la última caricia. Una vez concluido un libro o un cuerpo, descubrimos que no
queda allí el valor de promesa que nos ofrecía. De algún modo, la literatura o
los cuerpos nos encaminan hacia el viaje y no hacia la meta. Sólo es real, por
tanto, ese movimiento inexistente en que la literatura se muestra como un
camino sin camino o el cuerpo como un espacio sin territorio. De ahí el éxito del porno, especie de literatura
carnal que concluye su promesa, pues siempre nos hace entrega justamente de
aquello que nos niega, es decir: nos asegura que el
infinito acaba ahí, justo en la pantalla del televisor. Frente a la desazón que
deja el libro ante su cierre, como si no aceptáramos que el destino de los
personajes o las peripecias más nimias concluyeran en ese punto, el porno se
cumple, y el orgasmo y su correlato masturbatorio levantan acta de esa
clausura. El porno afirma que ya no habrá más promesas, más expectativas, y es
ésa la forma más pura de una promesa. Por otro lado, esto mismo es prometido infinitamente: hay más porno en la red
del que nadie jamás pueda llegar a consumir, y pronto habrá (si no los hay aún)
más felaciones que monólogos dramáticos en el teatro europeo, más desnudos
femeninos que relatos mitológicos, más erecciones que sonetos».